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El insolidario

Cinco de Hollywood en la guerra

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Cuando aún bebía, a menudo lo hacía con un pobre anciano al que la botella llevó al hoyo, no mucho después de aquellas copas, mientras él aún se creía el gran tipo que fue en su juventud. Ya cocidos, pero aún capaces de hablar, solíamos recordar cierto dialogo de Raíces profundas (Georges Stevens, 1953): aquel en el que el niño, Joey Starrett (Brandon De Wilde), advierte que Shane (Alan Ladd), el pistolero que se quiere enmendar trabajando la tierra de los Starrett, está a punto de ser atacado por varios malotes. "Son muchos, Shane", le hace notar el muchacho. A lo que Shane, como esperábamos escuchar todos los niños que crecimos amando la épica del western, responde: "No querrás que huya como un cobarde". Acto seguido, hace frente a los villanos sin parase a contar.

 

Ese diálogo, toda esa secuencia -una lección de coraje a los niños y jóvenes, que siempre fueron los espectadores objetivos de las películas del Oeste-, hoy es una de las causas de que abogue porque el western sea declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Sin embargo, si vuelvo sobre ella ahora es porque tras dar cuenta con la avidez que requiere su excelencia de Five Came Back (2017), el espléndido documental de Laurent Bouzereau para Netflix sobre la experiencia de varios cineastas del Hollywood clásico en la Segunda Guerra Mundial, he comprendido que Stevens, como su personaje en Raíces profundas, tampoco huyó como un cobarde cuando fueron muchos los villanos a los que tuvo que enfrentar. Y eso que, los que se encontró en la Segunda Guerra Mundial, destacan entre los asesinos más grandes de la historia de la Humanidad.

Entre la cinefilia ya era sabido que John Ford filmó la batalla de Midway y resultó herido en la empresa. Aquel trabajo es del dominio público y cualquiera lo puede descargar gratuita y legalmente (https://archive.org/details/the_battle_of_midway). También era conocida la aportación de Frank Capra a tan interesante capítulo de la historia de Hollywood en  cintas como Prelude to War (https://archive.org/details/1942U.S.WarDepartmentFilmTheNazisStrikeWhyWeFightInformationFilm2FrankCapra). Pero esa visión del conjunto y seriada en tres partes que nos presenta Bouzereau es, a todas luces, la obra total sobre la aportación de cinco de los grandes del Hollywood clásico al esfuerzo bélico de su país. Un capítulo fundamental en la historia del cine, máxime si se considera que fue la pantalla estadounidense la que modeló a su antojo la imagen de la Segunda Guerra Mundial que obra en la memoria colectiva.

 

Basada en el libro de Mark Harris Five Came Back a Story of Hollywood on the Second World War, la propuesta de Bouzereau -un documentalista francés avezado en la realización del making-of y otros extras de DVD's de algunos de los títulos más comerciales del cine estadounidense de nuestros días- cuenta con comentarios de Francis Ford Coppola, Guillermo del Toro, Lawrence Kasdan, Steven Spielberg y la voz en off de Meryl Streep en la versión original.

 

Más allá de aquellos bonos de guerra emitidos por el estado para financiar el conflicto, cuyos carteles invitando a la compra aún sirven de colofón a tantos filmes clásicos de los primeros años 40, Frank Capra, William Wyler, Georges Stevens, John Ford y John Huston, los cinco en cuestión, hubieran podido cubrir el expediente, como el resto de sus pares, realizando cualquier cinta en la retaguardia. Hubiese bastado con que las secuencias del filme exaltaran la intervención estadounidense en la guerra para que sus autores permanecían en sus mansiones en Beverly Hills sin que nadie les acusara de haberse desentendido de la causa. Pero decidieron ir a la guerra ellos mismos y empuñar su tomavistas con el mismo afán que los soldados cogían sus fusiles.

 

Frank Capra fue el primero que se presentó en el Departamento de defensa de su país y, en algunos aspectos, también fue el que dirigió el trabajo de sus compañeros. Wyler, uno de los más concienciados, quiso hacer un cortometraje invitando a los afroamericanos a alistarse. Pero el racismo imperante en el ejército estadounidense -aún segregado- que decía combatir el racismo de los nazis, le repugnó y le echó para atrás. Al final fue Stuart Heisler -director de La llave de cristal (1942), uno de los maravillosos film-noir protagonizados por Alan Ladd y Verónica Lake- quien llevó a cabo The Negro Soldier (1944). Y supo dejar constancia de que, una de las primeras cosas que hicieron los alemanes al ocupar Francia, fue dinamitar los monumentos que el país había levantado a los afroamericanos que murieron defendiéndole durante la Gran Guerra. Aunque notable porque descubre otros de los innumerables estigmas de la raza más odiada y perseguida de todo el planeta, a la postre, el de Heisler es un filme de retaguardia.

 

Volviendo a Wyler, ya había contribuido de forma determinante a que EE UU entrará en la guerra con la apología del heroísmo británico -porque eso es lo que fue su resistencia cuando se vieron solos para frenar a la barbarie alemana desatada sobre Europa-, que entraña La señora Miniver (1940). Sin embargo, para este cineasta, la intencionalidad de aquel filme no fue suficiente. De modo que él mismo se trasladó a Inglaterra, a los aeródromos de la aviación estadounidense instalados allí, e hizo la guerra en una fortaleza volante dedicada a castigar las posiciones alemanas. Su suerte era la misma que la del resto de la tripulación del bombardero en que volaba, el retratado en The Memphis Belle: A Story of a Flying Fortress (1944). Sin embargo, al ser judío, de haber sido derribado y capturado por los nazis, como recuerda Spielberg, el destino del cineasta hubiera sido muy diferente al de sus compañeros de a bordo. Asesinado como tantos millones de personas en un campo de exterminio, no hubiera podido rodar Vacaciones en Roma (1953), Ben-Hur (1959) y el resto de esas cintas suyas, posteriores al conflicto, que habrían de marcar un hito en la historia del cine. Afortunadamente, lo único que perdió William Wyler en la guerra fue el oído. A consecuencia del ruido ensordecedor que había en el segundo de los aparatos que lo llevaron por el cielo de la Europa en llamas, el aparecido en The Fighting Lady (1944), se quedó sordo como una tapia.

 

Sostiene Spielberg que la sordera que arrastró su colega para los restos -aunque recuperó algo de oído nunca volvió a oír bien- condicionó el ritmo de sus diálogos. No conozco la obra de Wyler hasta ese punto y mi inglés carece de nivel para pronunciarme sobre el particular. Pero sí apuntaré que Los mejores años de nuestra vida (1946), sobre el regreso a casa de los antiguos combatientes, me parece la más sentida de todas las obras maestras de Wyler. Confesaré también que mi aborrecido Spielberg -me enerva su infantilismo, su sentimentalismo barato, su descarada comercialidad y la artificiosidad de sus pastiches del cine clásico-, aquí sí me ha convencido con sus observaciones. Como también lo hiciera con ese nuevo estilo del cine bélico que inauguró en Salvar al soldado Ryan (1998). Con él, con su nuevo verismo en el retrato del combate, Hollywood ha vuelto a trazar la imagen de la Segunda Guerra Mundial -ahora más cruenta- que obra en la memoria colectiva. Ése es el Spielberg que yo aplaudo.

 

Aquí, en Five Came Back se explica todo. Hasta la amistad con la que departen Wyler, Stevens y Ford en alguna de las fotos obtenidas durante el homenaje tributado a Luis Buñuel en la mansión de George Cukor. La velada, en la que también participaron Alfred Hitchcock, Billy Wilder, Robert Wise y algún otro de los grandes, se celebró en noviembre de 1972, con motivo de la concesión del Oscar por El discreto encanto de la burguesía al español. La experiencia bélica unió a cineastas tan dispares entre sí como Wyler, Stevens y Ford. De este último, del maestro de maestros, acaso porque la épica de su cine está tan intrínsecamente ligada a la del soldado, era de quien más se esperaba.

 

Ford supo estar a la altura de las circunstancias: lo dio todo, que ahora se dice. Amén de su legendaria filmación en Midway -donde fue herido por la metralla mientras él personalmente operaba con el tomavistas-, realizó cintas para detectar a los espías que trabajan en la retaguardia -How to Operate Behind Enemy Lines (1943), Undercover (1944)- y un buen número de documentales sobre distintas batallas, unidades militares e incluso higiene sexual de los soldados. Entre la conmovedora ¡Qué verde era mi valle! (1941) y la sublime No eran imprescindibles (1945), que aún cabe incluir entre el cine de combate ya que versa sobre la peripecia del teniente John Brikley (Robert Montgomery) para convencer al alto mando de la armada de la utilidad de ciertas lanchas patrulleras, John Ford trabajo única y exclusivamente para el Departamento de Defensa. Es muy significativo -respecto a la tolerancia racial que siempre he creído percibir en el cine de Ford- que en uno de los despachos gubernativos que auspiciaban la aportación al esfuerzo bélico de Hollywood le pidieran que limase el racismo que había inspirado a Gregg Toland en December 7th: The Movie (1943), un docudrama sobre el bombardeo de Pearl Harbor. Toland, director de fotografía Ford en Las uvas de la ira y Hombres intrépidos (ambas de 1940), amén del artífice de la famosa profundidad de campo de Ciudadano Kane (1941), había ido más allá, incluso de lo promovido por el gobierno, del odio racial que gravitaba en el enfrentamiento.

 

Los cineastas actuales, abundando en el racismo de la propia sociedad estadounidense embarcada en una guerra que supuestamente se libraba contra el racismo -entre otras cosas- de las potencias del EJE, nos señalan que el Hollywood de entonces se cuidó muy mucho de identificar a Hitler todo el pueblo alemán. Habrá que recordar, por tanto, que Hitler fue elegido democráticamente por el pueblo alemán. Por el contrario, los japoneses -que no eligieron ni al emperador Hirohito ni al generalato que les llevó al conflicto-, según el cine bélico de Hollywood, eran responsables en su conjunto de las atrocidades cometidas en la guerra del Pacífico por su país. Ese mismo doble rasero llevó a recluir en campos de concentración a todos los estadounidenses de origen japonés, cosa que tampoco se hizo con sus compatriotas de origen alemán.

 

Mucho habría que hablar de las paradojas de la lucha de los estadounidenses contra el racismo de los nazis. Pero reviste un mayor interés la participación de John Ford en el desembarco de Normandía. Sí señor, el maestro dirigió a varios operadores de cámara durante el Día D. Bien puede decirse que, en aquella ocasión, John Ford fue al cine lo que Robert Capa -también testigo de la matanza en aquellas playas- a la fotografía fija. Del abundante metraje inédito de aquellas filmaciones, que nunca se ha proyectado públicamente por lo espeluznante de la escena retratada, Bouzereau incluye un plano de unos restos humanos apilados sobre la cubierta de una barcaza de desembarco. Las estampas de aquella escabechina fueron tan terribles que el maestro estuvo cuatro días bebiendo para aguantar el tirón. Hasta que acabó por ponerse violento, como aquel anciano y yo después de varios días dándole al frasco.

 

Los oficiales que acompañaron al cineasta en los comienzos de aquella borrachera para olvidar el horror le dejaron aburridos, como acaban por hacer todos los sobrios con cualquier borracho. A partir de entonces, el Departamento de defensa prescindió de Ford. Aunque es John Ford quien certifica con un documento autógrafo, incluido al comienzo del filme, que las imágenes mostradas por Georges Stevens en Nazi Concentration Camp (1945) son rigurosamente ciertas. El espanto retratado allí es tan grande que se temió que el público creyera que se trataba de una puesta en escena.

 

Stevens, de ahí esa valentía que alabo como la de su Shane, recorrió medio mundo para documentar la guerra en el norte de África. Acuciado por ese afán -que inspiró a todos estos cineastas- de dejar constancia para la posteridad de una lucha en la que estaba involucrado medio mundo, dejó atrás a Hollywood y a su familia sin saber si volvería a verlos. Tampoco sabía si los estudios que le habían contratado hasta entonces se acordarían de él a su regreso. Cuando llegó al teatro de operaciones, en el desierto de Libia, el Afrika Korps ya había sido derrotado. Aun así, cruzó el Mediterráneo para unirse a las tropas estadounidenses.

 

Parece ser que, a excepción de Ford, por regla general, los de Hollywood llegaban a los campos de batalla cuando el combate acaba de terminar. Huston y Capra se vieron obligados a colocar los cadáveres ad hoc para sus filmaciones en esos paisajes desolados. Aunque Georges Stevens también llegó cuando el holocausto había acabado, al ir acompañando a las tropas estadounidenses que liberaron diversos campos de concentración, el horror del que fue testigo no tenía precedentes. Sus tomas de entonces fueron la primera ilustración de aquella matanza, sirvieron de prueba para procesar a ese atajo de criminales que el pueblo alemán eligió democráticamente porque su Reich iba a durar mil años. Sólo faltaban unas horas para que los americanos liberasen los campos de extermino, la guerra estaba perdida y los nazis seguían matando.

 

Los escasos supervivientes desfilan como espectros ante el tomavistas de Stevens. Algunos narran los pormenores del suplicio, otros muestran las huellas que dejó en su cuerpo la tortura. El propio Eisenhower, comandante supremo de las fuerzas aliadas, impresionado ante la matanza, obligó a los alemanes a que visitaran los campos de exterminio.

 

A medida que se adentra en la filmografía de Georges Stevens, al cinéfilo empieza a llamarle la atención el abismo que separa las alegres comedias musicales protagonizadas por Fred Astaire en los años 30 -En alas de la danza (1936), Señorita en desgracia (1937)- y el resto de ese primer tramo, tan jovial, de su filmografía, con la gravedad que inspira su cine posterior a la guerra: Raíces profundas, Un lugar en el Sol (1951), El diario de Ana Frank (1959). Lo visto por Stevens en la liberación de los campos de exterminio le cambió le cambió para siempre su concepción de la vida.

Publicado el 12 de mayo de 2017 a las 12:30.

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Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

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